Montañas de estiércol
José Miguel Herrera Romero
Este año ha sido particularmente demandante, full time,
dirían en algún trabajo.
Como con muchos ancianos, los días incluyen tiempo de
televisión, pero en él, su programación obligada es documentales sobre el mundo
animal, música clásica y comedia. De una extraña manera, mi padre me ha llevado
a recorrer el mundo con estas incursiones.
Por cierto, actualmente enfrentamos el problema de buscar
nuevos documentales, porque de tiburones, pulpos, osos, felinos salvajes,
elefantes, ecosistemas… No exagero al decir que ya hemos visto todo NG.
De estos videos, uno en particular, de pingüinos, me ayudó a
encontrar una metáfora de vida.
Hay una especie de pingüinos que vive en la costa occidental
de África, entre el desierto y el mar. Allí, cada macho junta todo su
excremento con lodo y hace una montaña que después se volverá nido. Aquella
construcción es prácticamente de su tamaño. Cuando es el periodo de
apareamiento, cada macho se monta sobre su propia montaña de estiércol y se
pone a cantar. Mientras más alta sea ese montículo, mas atrativo se vuelve. Así ocurre el llamado a las hembras, de manera estridente, monumental y apestosa para los humanos.
Esa es la metáfora: sólo un macho (o sea, me refiero al machismo) que es capaz de utilizar
su propia caca puede hacerse atractivo y viable para una relación a
largo plazo, porque, recordemos, los pingüinos tienen una sola pareja en su
vida.
Podría decirse que algo semejante sucede en la especie humana,
cuando desarrollamos la capacidad de reconocer con orgullo la suciedad de nuestra
vida, que incluye los errores, los destrozos provocados o aquellas experiencias
desagradables en las que participamos alguna vez, las omisiones, heridas, las
agresiones o decisiones equivocadas o precipitadas… Al reconocerlo, se puede integrar
aquello como parte de una historia personal, pero, sobre todo, adquiere un
valor útil para transformarnos y adaptarnos o evolucionar, como enseñan estos
pingüinos africanos.
El psicólogo Carl Jung habla de la sombra. Este concepto nos
remite, entre otras cosas, a nuestra capacidad de aceptar lo vivido, que
implica reconocer la existencia del maltrato, del dolor, la tristeza, la
depresión, la violencia, la enfermedad… Aquello que no es agradable compartir y
por eso mismo muchas veces no vacilamos en ocultarlo, minorizarlo o negarlo… El
encuentro con nuestra sombra mueve a la trascendencia: al aceptar eso
desagradable podemos aprender de ello para construir algo útil, que en muchos
casos es la sabiduría que sostiene la prudencia, la mesura, la convicción, la
capacidad de ser fieles a uno mismo y ser consistentes en cumplir propósitos o
compromisos…
Lo curioso es que estos pingüinos, constructores de nidos de
lodo y caca -que por cierto es un excelente abono-, hacen esto en una zona
donde están a salvo de chacales, que podrían devorarlos. ¡Vaya metáfora!
Gracias a estos valientes pingüinos, me animé entre otras
cosas a no dudar en expresar mis sentimientos por el dolor de ver cómo se va de
a poco mi padre. En esta estrujante vivencia he aprendido a buscar puerto
seguro en ese dolor, donde puedo contactar con mi propia sombra, de manera que
al responder con sinceridad hasta donde me sea posible, aprendo a construir
espacios de convivencia, donde se puede anidar para cultivar relaciones de largo
aliento.
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