Montañas de estiércol

 José Miguel Herrera Romero

Padre se divierte. Fuerte: Lourdes Fernández D. Archivo personal


Las personas que me conocen saben que estos últimos años, con familia y amigos, cuido y acompaño a mis padres. Mi madre ya partió y mi padre, con 93 años ya, como peregrino lleva su alforja llena: demencia vascular, un tumor con cáncer en un dedo, hipoacusia media, tiroides, insuficiencia renal de origen poliquístico... Vejez.

Este año ha sido particularmente demandante, full time, dirían en algún trabajo.

Como con muchos ancianos, los días incluyen tiempo de televisión, pero en él, su programación obligada es documentales sobre el mundo animal, música clásica y comedia. De una extraña manera, mi padre me ha llevado a recorrer el mundo con estas incursiones.

Por cierto, actualmente enfrentamos el problema de buscar nuevos documentales, porque de tiburones, pulpos, osos, felinos salvajes, elefantes, ecosistemas… No exagero al decir que ya hemos visto todo NG.

De estos videos, uno en particular, de pingüinos, me ayudó a encontrar una metáfora de vida.

Hay una especie de pingüinos que vive en la costa occidental de África, entre el desierto y el mar. Allí, cada macho junta todo su excremento con lodo y hace una montaña que después se volverá nido. Aquella construcción es prácticamente de su tamaño. Cuando es el periodo de apareamiento, cada macho se monta sobre su propia montaña de estiércol y se pone a cantar. Mientras más alta sea ese montículo, mas atrativo se vuelve. Así ocurre el llamado a las hembras, de manera estridente, monumental y apestosa para los humanos.

Esa es la metáfora: sólo un macho (o sea, me refiero al machismo) que es capaz de utilizar su propia caca puede hacerse atractivo y viable para  una relación a largo plazo, porque, recordemos, los pingüinos tienen una sola pareja en su vida.

Podría decirse que algo semejante sucede en la especie humana, cuando desarrollamos la capacidad de reconocer con orgullo la suciedad de nuestra vida, que incluye los errores, los destrozos provocados o aquellas experiencias desagradables en las que participamos alguna vez, las omisiones, heridas, las agresiones o decisiones equivocadas o precipitadas… Al reconocerlo, se puede integrar aquello como parte de una historia personal, pero, sobre todo, adquiere un valor útil para transformarnos y adaptarnos o evolucionar, como enseñan estos pingüinos africanos.

El psicólogo Carl Jung habla de la sombra. Este concepto nos remite, entre otras cosas, a nuestra capacidad de aceptar lo vivido, que implica reconocer la existencia del maltrato, del dolor, la tristeza, la depresión, la violencia, la enfermedad… Aquello que no es agradable compartir y por eso mismo muchas veces no vacilamos en ocultarlo, minorizarlo o negarlo… El encuentro con nuestra sombra mueve a la trascendencia: al aceptar eso desagradable podemos aprender de ello para construir algo útil, que en muchos casos es la sabiduría que sostiene la prudencia, la mesura, la convicción, la capacidad de ser fieles a uno mismo y ser consistentes en cumplir propósitos o compromisos…

Lo curioso es que estos pingüinos, constructores de nidos de lodo y caca -que por cierto es un excelente abono-, hacen esto en una zona donde están a salvo de chacales, que podrían devorarlos. ¡Vaya metáfora!

Gracias a estos valientes pingüinos, me animé entre otras cosas a no dudar en expresar mis sentimientos por el dolor de ver cómo se va de a poco mi padre. En esta estrujante vivencia he aprendido a buscar puerto seguro en ese dolor, donde puedo contactar con mi propia sombra, de manera que al responder con sinceridad hasta donde me sea posible, aprendo a construir espacios de convivencia, donde se puede anidar para cultivar relaciones de largo aliento.

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